EL ABANDONO: INVITACION A LA DELINCUENC IA.
Que la pobreza extrema es el caldo de cultivo de la delincuencia es un lugar común
defendido por liberales, izquierdistas y observadores sociales. Sin embargo, un interesante
experimento conducido por el sicólogo Dr. Philip Zimbardo, de Estados Unidos, parece refutar
esta tesis tan ampliamente difundida.
El doctor Philip Zimbardo y su equipo de investigadores, especialistas en sicología
social, dejaron abandonados en la calle dos carros idénticos, del mismo modelo y hasta del
mismo color. Uno de los carros fue dejado en el Bronx, Nueva York, para ese entonces una
zona con la notoria reputación de ser una de las áreas donde pululaban delincuentes de la
peor catadura. El otro vehículo fue abandonado en la zona de Palo Alto, una afluente y
tranquila región de California.
Al principio, los resultados del experimento confirmaron las expectativas usuales. En
pocas horas delincuentes en el Bronx extrajeron del carro abandonado las llantas, el motor, los
espejos, el radio y todo lo utilizable del mismo, y destruyeron lo que no pudieron llevarse. El
carro abandonado en Palo Alto, por el contrario, permaneció intacto por una semana.
Hasta aquí los resultados del experimento confirmaban la idea de que zonas de
pobreza generan más delincuentes. Al cabo de una semana, sin embargo, el Dr. Zimbardo y sus
colegas introdujeron un nuevo elemento en su experimento: rompieron un vidrio al auto
abandonado en Palo Alto. Este hecho desató la misma reacción que había ocurrido en el Bronx,
y en poco tiempo el carro que había permanecido intacto en Palo Alto fue saqueado de la
misma manera.
¿Qué se puede concluir de este resultado? Por un lado, que no es únicamente la
pobreza la productora de delincuentes, sino que el abandono y el deterioro parecen activar el
instinto depredador y vandálico en los seres humanos.
Al parecer, el abandono de un objeto es una invitación a que este sea victimizado.
Este abandono crea toda clase de males en aquellas sociedades que, como la nuestra,
no tienen los controles necesarios para frenar ese instinto hacia la delincuencia que puede
darse en los seres humanos cuando son abandonados a su suerte.
Si se abandona un niño a su suerte, sin enseñarle los frenos morales para que funcione
como un ente civilizado en sociedad, hay más posibilidad de que ese niño incurra más tarde en
actividades delictivas en su vida adulta.
El abandono transmite el mensaje de que el ser humano, el objeto o las zonas
abandonadas no merecen ser cuidadas apropiadamente porque, al no ser de nadie, a nadie le
importa.
Lo vemos a diario en esta tierra de nadie donde prevalece cada vez más la anarquía.
Nadie cuida las aceras ni se asegura de que las mismas sean exclusivamente para el uso de
peatones; el resultado es que las mismas son ocupadas diariamente por individuos que
estacionan sus carros sobre ellas. Nadie detiene a los automovilistas que cometen toda clase
de violaciones; el resultado es que los accidentes de tránsito son la principal causa de muerte
violenta en nuestro país. Nadie castiga severamente a los que, utilizando su alta jerarquía
política, sustraen de manera ilegal fondos del estado; como consecuencia hemos alcanzado la
vergonzosa reputación de ser uno de los países más corruptos del mundo.
Mientras viví en Estados Unidos la casa en la que vivo ahora no tenía la suficiente
vigilancia. El mensaje transmitido a delincuentes era evidente: esto no es de nadie; por
consiguiente, puede ser fácilmente victimizado. Rateros de la peor laya extrajeron de mi casa
toda clase de objetos hasta el extremo de extraer todo el cableado eléctrico que había
instalado previamente y el cual tuve que instalar de nuevo. De no haber regresado, hubiera
perdido la propiedad.
El abandono de áreas de una ciudad invita a la depredación, a la anarquía, al saqueo
inmisericorde. Abandonado a su suerte, sin los controles que impone una sociedad en la que
prevalezca el orden, el ser humano se transforma en una bestia depredadora.
La verdadera libertad implica, paradójicamente, ciertas restricciones que deben venir
de un estado que, sin caer en lo dictatorial, imponga los controles necesarios que impidan la
activación de ese instinto depredador al que invita el abandono.