Mami, nina Patria, tía Teté: Hace 60 años que ustedes no están. Que no están vivas porque las tres fueron salvajemente asesinadas a palos, estranguladas, extirpadas de la faz de la Tierra, quitadas del medio el mismo día.

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Con los años que teníamos entonces no entendíamos. Aun para los más grandecitos de nosotros seis, era imposible comprender por qué mientras las esperábamos no regresaban de aquel viaje a visitar en la cárcel a nuestros papás. Mamá Dedé y mamá Chea alteradas, sin poder dormir, aprensivas desde antes de que llegara el señor con aquel telegrama -anunciando un supuesto accidente- que las dejó como locas, pero aferradas aún a una esperanza remota. Inconsolables después cuando la realidad no dejó lugar para la duda. Ausentes, llorosas. Mamá Chea rezaba por sus hijas y también por nosotros, que deambulábamos entre la gente conocida que nos atendía y nos miraba con espanto sin atreverse a decirnos que ustedes nunca más llegarían. Las que sí llegaron fueron tres cajas largas en una camioneta. Las vi por la ventana hasta que me bajaron de la silla mientras escuchaba los gritos de mamá Dedé porque los ataúdes no cabían por la puerta de la habitación y ella quería cuidarlas, acicalarlas, vestirlas por última vez. Y seguí escuchándole más maldiciones y más gritos de “asesino” y de “las mató” cuando llevaron una carta para que mamá Chea la firmara. Cruelmente, en medio de los rezos, la obligaban a desmentir por un lado, los rumores que hablaban de asesinato, y por otro, las noticias internacionales que reseñaban el crimen como crimen, denunciando la farsa del régimen al presentarlo como “accidente” en la prensa local. Nadie nunca lo creyó. A las palabrotas que no conocíamos le siguieron el llanto bajito, las miradas perdidas, un silencio que se prolongó por años. Y ustedes tres, que jamás llegaron.