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Por Hilda Patricia Lagombra Polanco
Vivimos en un tiempo en el que la información viaja más rápido que nunca. Las redes
sociales, los buscadores y ahora la inteligencia artificial (IA) nos prometen estar
“informados al instante”, pero rara vez nos detenemos a pensar qué significa eso realmente.
¿Estamos más informados o simplemente más expuestos a la manipulación?
La desinformación no es nueva. A lo largo de la historia, los rumores, las medias verdades
y las mentiras deliberadas han influido guerras, elecciones y decisiones colectivas. Lo que
sí ha cambiado y drásticamente es la escala, la velocidad y la sofisticación con que estas
falsedades se propagan hoy. Las redes sociales, por su diseño, privilegian el contenido viral
antes que el contenido verificado. Lo que indigna, divide o asusta, se comparte más. Y ahí
está el problema.
Un meme falso, un video sacado de contexto o una cita inventada puede alcanzar millones
de usuarios antes de que un medio serio tenga tiempo de desmentirlo. La IA ha amplificado
este fenómeno. Con herramientas que pueden crear rostros humanos ficticios, simular voces
e incluso producir “deepfakes” indistinguibles de la realidad, el límite entre lo verdadero y
lo falso se ha vuelto peligrosamente borroso.
En este nuevo ecosistema digital, la verdad ha dejado de ser un valor incuestionable para
convertirse en una opinión más. Si una noticia no encaja con nuestras creencias, basta con
descartarla como “fake news”. Si un video nos incomoda, podemos convencernos de que
fue editado. Este relativismo informativo está erosionando nuestra capacidad de llegar a
consensos básicos sobre los hechos, lo cual es esencial en cualquier democracia.
Además, la desinformación no afecta solo a las grandes potencias. Países en desarrollo,
comunidades vulnerables y personas con poco acceso a educación digital son los más
expuestos. Una cadena de WhatsApp maliciosa puede provocar desde miedo hasta
linchamientos. Un tuit incendiario puede desatar disturbios o desinformar sobre temas de
salud pública, como vimos durante la pandemia.
No es coincidencia que actores políticos y económicos hayan aprendido a explotar esta
vulnerabilidad. Hoy, las campañas políticas se diseñan no solo para convencer al votante
indeciso, sino para desinformar al votante crítico. Las plataformas, pese a sus esfuerzos
tardíos, siguen jugando un papel ambivalente. Mientras eliminan algunas cuentas falsas, su
modelo de negocio sigue premiando el “clickbait” y los contenidos extremos.
¿Qué podemos hacer entonces? Lo primero es entender que esta no es solo una batalla
tecnológica, sino una batalla cultural y ética. Educar en pensamiento crítico, promover el
hábito de verificar la información antes de compartirla y exigir más responsabilidad a las
plataformas tecnológicas no son lujos, son necesidades urgentes.
También hace falta que los medios de comunicación tradicionales se renueven. No basta
con ser serios; hay que ser ágiles. Las audiencias jóvenes necesitan información rápida,
pero también precisa. Si el periodismo no logra reconectar con el ciudadano común, el
vacío seguirá siendo llenado por influencers, bots o usuarios anónimos con agendas ocultas.
La regulación es otro componente clave. Algunos países han empezado a legislar sobre el
uso ético de la IA, el control de contenidos falsos y la transparencia algorítmica. Si bien
estas medidas deben aplicarse con cuidado para no comprometer la libertad de expresión,
ignorar el problema sería aún más peligroso.
En definitiva, la desinformación es el síntoma de una enfermedad más profunda: nuestra
impaciencia, nuestra tribalización ideológica y nuestra dependencia de la gratificación
inmediata. Combatirla requiere tiempo, esfuerzo y sobre todo, voluntad colectiva. Porque si
la verdad sigue siendo opcional, entonces la democracia también lo será.