La democracia en peligro
Hace ya miles de años, Isócrates se quejaba de que la democracia en su tiempo se veía
amenazada porque la gente, según él, estaba abusando “del derecho de igualdad y del derecho
de libertad.” Según el gran orador y político griego, el exceso de libertad estaba enseñando al
ciudadano común “ a considerar la impertinencia como un derecho, el no respeto a las leyes
como libertad, la imprudencia en las palabras como igualdad y la anarquía como felicidad.”
Estas palabras constituyen una clarísima radiografía que revela el estado de libertinaje,
y, pudiera decirse, hasta de barbarie, en el que está enfangado nuestro país. Poco a poco,
debido a la falta de controles adecuados por parte del estado, nos hemos convertido en una
sociedad en la que prevalece un individualismo radical que raya en la anarquía. Los ejemplos
son abundantes y solo basta salir a la calle u observar la escena nacional para comprobarlo.
Desde motoconchos que se desplazan alegremente por las aceras o que bloquean esquinas
enteras en la ciudad, hasta los miles de accidentes fatales causados por individuos que
conducen embriagados o a exceso de velocidad, o que, sin ton ni son, se llevan las luces rojas
de los semáforos, o los que, sin ninguna restricción estacionan sus vehículos sobre aceras
destinadas al paso de peatones impidiendo en ocasiones la entrada de gente a sus casas; desde
el consumo maratónico de alcohol hasta la madrugada acompañado y el ruido ensordecedor
que brota de los equipos sonoros instalados por trogloditas en la parte trasera de sus vehículos,
el espectáculo, por doquier, revela una sociedad en la que el individualismo se ha puesto por
encima del bien común.
Como sociedad hemos llegado a confundir el desenfreno con libertad. Hasta ahora no
hemos entendido que el concepto de libertad trae consigo también ciertas restricciones que
garantizan la convivencia pacífica y armoniosa en una sociedad organizada. Son esas
restricciones, impuestas por el estado y aceptadas por los miembros de una colectividad, las
que garantizan la cohesión y la convivencia pacífica. Pero en nuestro país es mucha la gente
que actúa al margen del estado.
Mucha gente en nuestro país ha llegado a internalizar la creencia de que tiene derecho a
hacer lo que le venga en gana sin tomar en cuenta al otro. Por esta razón ha encontrado una
fuerte resistencia la incautación de equipos sonoros implementada por la nueva ministra de
Interior y Policía, Faride Raful, y su intento de frenar el desorden callejero de las bebentinas
maratónicas de los odiosos “teteos”.
La anarquía en nuestro país no solo se da a nivel popular. También viene desde arriba,
es decir, desde encumbrados políticos que, en su mayoría, actúan como señores feudales o
como monarcas que creen que no tienen que darle cuenta al pueblo de sus acciones. Cuando
un periodista le preguntó a Radamés Camacho por qué no había entregado a tiempo su
declaración jurada de bienes, el cacique del PLD le respondió airadamente al reportero que no
lo molestara “con esa vaina. Si los que dirigen el estado actúan de manera arbitraria, ¿debemos
sorprendernos de que los gobernados actúen de manera anárquica por encima de la ley?
Pero mientras en Argentina, un hombre como el general Videla fue condenado a cadena
perpetua al ser encontrado culpable de crímenes cometidos durante la dictadura militar
encabezada por él y otros militares; mientras en Perú, Alberto Fujimori, un expresidente, fue
juzgado y encontrado culpable por serias violaciones durante su gestión presidencial y mientras
en Colombia y en Perú altos funcionarios han ido a parar a la cárcel por delitos cometidos
durante su gestión, aquí los protagonistas de los más hiperbólicos casos de corrupción de
nuestra reciente historia están echándose fresco en sus torres (no casas) a causa de un sistema
judicial inoperante.
El oficialismo repite el mantra de nuestro crecimiento económico y de una falsa
“estabilidad” en nuestro país. Pero por dondequiera vemos una sociedad cuya democracia está
en peligro a causa de la anarquía en las calles, de un sistema judicial que exonera a
delincuentes de sus responsabilidades penales, y, en muchos casos, de una flagrante falta de
controles de parte del estado.