La cultura idiota (II)
Felipe Kemp
La nuestra es la era de la información. Nunca, como en la actualidad, había acumulado
la humanidad una cantidad tan extraordinaria de conocimiento. En cualquier campo del saber,
el conocimiento se multiplica exponencialmente. Médicos, ingenieros, arquitectos, profesores,
abogados y profesionales en casi todas las profesiones modernas manejan información
altamente especializada.
Las tecnologías digitales facilitan la rápida difusión del conocimiento. Varias
implicaciones se derivan de esta explosión en la producción y difusión de la información.
Primero, este fenómeno nos obliga, inevitablemente, a cuestionar lo que antes creíamos una
verdad absoluta. Especialmente en el campo de la ciencia, los paradigmas que antes se tenían
como incambiables pueden ser rechazados ante la nueva evidencia que arroja la investigación
científica. Dos, aunque no podemos ser especialistas en todo, sí debemos desarrollar la
habilidad para saber quién pueda tener, especialmente en áreas como la medicina y las
finanzas, la información más actualizada que nos lleve a tomar las mejores decisiones en
nuestras vidas. Tres, en un mundo como el digital, donde la información se transmite en
segundos por el universo de las redes sociales, debemos aprender a distinguir lo verdadero de
lo falso, los rumores de la verdad, lo banal de lo sustancial.
Por su ubicuidad, la televisión, es uno de los instrumentos de mayor difusión de
información en nuestro tiempo. Intrínsicamente, no es ni buena ni mala. Un lápiz, tampoco, lo
es. Puede ser utilizado para escribir un bello poema o, afilado, para asesinar a alguien. La
televisión tiene el mismo potencial. Puede ser utilizada, como lo dijo el gran periodista
norteamericano Edward R. Murrow, “para enseñar, para iluminar y hasta para inspirar” o puede
ser utilizada, añadimos nosotros, para desinformar, embrutecer, o adormecer a una gran
cantidad de personas. Es este último uso el que le dio Cristina Saralegui. Utilizó la televisión
como un mural en el que exhibió las peores bajezas a las que pueden descender muchas
personas. En Estados Unidos mientras Deepak Chopra nos habla, en un programa de televisión,
de la conexión entre la mente y el cuerpo, mientras Bill Moyers se traslada al Oriente para
examinar métodos de curación que está empezando a aceptar la medicina ortodoxa de
Occidente, Cristina Saralegui convirtió su programa en un circo en el que presentaba
frivolidades como “lo que hace la gente antes de acostarse”, “Las abuelas sexis” o la
presentación de un hombre que, filmado en su propio apartamento comía como un cerdo en la
misma cama donde dormía, se limpiaba con la sábana, eructaba y descargaba, sin inhibiciones,
los humores fétidos de su intestino de animal satisfecho.
La vulgaridad, como la sexualidad a veces explícita y cruda en la literatura o en el cine,
se justifican cuando son utilizadas por artistas visionarios que las utilizan, no como un fin en sí
mismo, sino como un instrumento de denuncia. Estevan Echeverría, para citar un solo ejemplo,
describe en su cuento “El matadero”, uno de los mataderos de Argentina y lo puebla con
hombres y mujeres soeces que se lanzan lodo a la cara y que pelean brutalmente por los
desperdicios de un toro que ha sido ejecutado. Pero el submundo descrito por Echeverría se
transforma en una metáfora en la que vemos retratada la tiranía de Rosas. La vulgaridad y la
violencia, en este caso, se transforman en instrumentos de protesta social.
Pero no es este el caso de Cristina. Nuestra gran decana del periodismo de pacotilla,
nuestra invencible campeona de la frivolidad en su expresión más embrutecedora, se
regodeaba en la vulgaridad como un fin en sí mismo. Conociendo de antemano ese deseo de
mucha gente de hacerse notar a como dé lugar, explotaba esta tendencia y la utilizaba para
convertir su programa en un desfile de las peores
Felipe Kemp
La nuestra es la era de la información. Nunca, como en la actualidad, había acumulado
la humanidad una cantidad tan extraordinaria de conocimiento. En cualquier campo del saber,
el conocimiento se multiplica exponencialmente. Médicos, ingenieros, arquitectos, profesores,
abogados y profesionales en casi todas las profesiones modernas manejan información
altamente especializada.
Las tecnologías digitales facilitan la rápida difusión del conocimiento. Varias
implicaciones se derivan de esta explosión en la producción y difusión de la información.
Primero, este fenómeno nos obliga, inevitablemente, a cuestionar lo que antes creíamos una
verdad absoluta. Especialmente en el campo de la ciencia, los paradigmas que antes se tenían
como incambiables pueden ser rechazados ante la nueva evidencia que arroja la investigación
científica. Dos, aunque no podemos ser especialistas en todo, sí debemos desarrollar la
habilidad para saber quién pueda tener, especialmente en áreas como la medicina y las
finanzas, la información más actualizada que nos lleve a tomar las mejores decisiones en
nuestras vidas. Tres, en un mundo como el digital, donde la información se transmite en
segundos por el universo de las redes sociales, debemos aprender a distinguir lo verdadero de
lo falso, los rumores de la verdad, lo banal de lo sustancial.
Por su ubicuidad, la televisión, es uno de los instrumentos de mayor difusión de
información en nuestro tiempo. Intrínsicamente, no es ni buena ni mala. Un lápiz, tampoco, lo
es. Puede ser utilizado para escribir un bello poema o, afilado, para asesinar a alguien. La
televisión tiene el mismo potencial. Puede ser utilizada, como lo dijo el gran periodista
norteamericano Edward R. Murrow, “para enseñar, para iluminar y hasta para inspirar” o puede
ser utilizada, añadimos nosotros, para desinformar, embrutecer, o adormecer a una gran
cantidad de personas. Es este último uso el que le dio Cristina Saralegui. Utilizó la televisión
como un mural en el que exhibió las peores bajezas a las que pueden descender muchas
personas. En Estados Unidos mientras Deepak Chopra nos habla, en un programa de televisión,
de la conexión entre la mente y el cuerpo, mientras Bill Moyers se traslada al Oriente para
examinar métodos de curación que está empezando a aceptar la medicina ortodoxa de
Occidente, Cristina Saralegui convirtió su programa en un circo en el que presentaba
frivolidades como “lo que hace la gente antes de acostarse”, “Las abuelas sexis” o la
presentación de un hombre que, filmado en su propio apartamento comía como un cerdo en la
misma cama donde dormía, se limpiaba con la sábana, eructaba y descargaba, sin inhibiciones,
los humores fétidos de su intestino de animal satisfecho.
La vulgaridad, como la sexualidad a veces explícita y cruda en la literatura o en el cine,
se justifican cuando son utilizadas por artistas visionarios que las utilizan, no como un fin en sí
mismo, sino como un instrumento de denuncia. Estevan Echeverría, para citar un solo ejemplo,
describe en su cuento “El matadero”, uno de los mataderos de Argentina y lo puebla con
hombres y mujeres soeces que se lanzan lodo a la cara y que pelean brutalmente por los
desperdicios de un toro que ha sido ejecutado. Pero el submundo descrito por Echeverría se
transforma en una metáfora en la que vemos retratada la tiranía de Rosas. La vulgaridad y la
violencia, en este caso, se transforman en instrumentos de protesta social.
Pero no es este el caso de Cristina. Nuestra gran decana del periodismo de pacotilla,
nuestra invencible campeona de la frivolidad en su expresión más embrutecedora, se
regodeaba en la vulgaridad como un fin en sí mismo. Conociendo de antemano ese deseo de
mucha gente de hacerse notar a como dé lugar, explotaba esta tendencia y la utilizaba para
convertir su programa en un desfile de las peores