María Amelia Finke Brugal
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En esta oportunidad les comparto, en dos entregas, algunas ideas sobre el Puerto Plata de la segunda mitad del siglo XIX, la fundación y particularidades del Club del Comercio y las aspiraciones para su desarrollo presente y futuro.
La segunda mitad del siglo XIX fue de gran esplendor para Puerto Plata, su papel en la vida nacional y del Caribe la convirtió en una de las ciudades más importantes del país; llegando a ser, capital de la República durante el gobierno provisional del General Gregorio Luperón en 1879. Específicamente, los últimos treinta años de ese siglo fueron para el distrito marítimo norteño, al igual que para el resto del país, un período de profundas transformaciones en el ámbito social y económico. La implementación de una política dirigida a favorecer la inversión extranjera promovió cambios que dinamizaron el sistema productivo e hizo de su puerto, en ciertos momentos, el más importante de la isla.
En aquella época, Puerto Plata era considerada la más cosmopolita de las villas dominicanas. Las familias extranjeras que allí migraron crearon un pueblo diferente, en las calles se escuchaba hablar inglés, francés y español indistintamente. Entre otras cosas, poseía centros educativos internacionales, destacando la formación hogareña como un valor importante en la vida de la comunidad, se hablaba en voz baja y las personas eran apreciadas por su educación.
Alemanes, españoles peninsulares, americanos e italianos, entre otras nacionalidades, establecieron casas de comercio en este puerto, formándose un grupo con condiciones económicas diferentes, quienes lograron integrarse fácilmente a la sociedad al casarse con dominicanas. Surge una burguesía urbana compuesta esencialmente por comerciantes extranjeros, quienes a su vez formaban parte de la burguesía mercantil de sus países de origen.
Estos flujos migratorios, que incluía intelectuales y revolucionarios, además de capitales, encontraron en Puerto Plata acogida y protección para sus negocios; afinidad con sus ideas y sentimientos revolucionarios; y suelo fértil para el desarrollo de la educación y la cultura. Figuras como Eugenio María de Hostos, Antonio Maceo, Máximo Gómez y Ramón Emeterio Betances, encontraron empatía y protección en este suelo.
En este ambiente multinacional de movimiento comercial y cultural, pero a la vez con aire muy pueblerino, nace el Club del Comercio, el cual era un espacio absolutamente masculino, las damas solo podían asistir como invitadas. Surgió como en todo el país, fruto de la necesidad de los comerciantes de contar con un espacio de socialización que sirviera de plataforma para los negocios y medio para fomentar las relaciones entre sus familias. Buscando relacionarse con sus iguales, instituyeron un sistema de membresía que garantizaba este objetivo, reflejando de esta forma la estratificación social imperante en la época.
Se creó el 22 de septiembre de 1874, sus socios fundadores, en su mayoría extranjeros, establecieron en sus estatutos, que su objeto era “procurar recreaciones a sus miembros y fomentar, por todos los medios, el espíritu de sociabilidad.” Se estimuló el desarrollo de las artes; regularmente esta sociedad presentaba conciertos, declamaciones, obras de teatro y homenajes a personalidades de la época. Poseía una rica biblioteca y cooperaba con necesidades y emergencias, tanto en la ciudad, en el país como en el exterior.
Una de las actividades que más disfrutaba y todavía disfruta el dominicano es el baile. En el siglo XIX, de las cosas que más llamaba la atención del extranjero era esta afición, resaltando que todo acto público casi siempre terminaba con un baile.
Las fiestas eran parte importante de la vida de la sociedad, a tal punto que estaban establecidas en los estatutos. Además, había dos fiestas muy importantes y concurridas que se celebraban no sólo en éste, si no en la mayoría de los clubes del país: las de carnaval y las de San Andrés.
La danza era el baile más popular de las fiestas en estos clubes en sus inicios, además de mazurcas, polkas y vals. La orquesta, según relatan, emitía sonidos agradables y suaves combinando cuerdas e instrumentos de cobre. El baile fluía entre piezas y recesos de quince a veinte minutos cada uno, siendo aprovechados estos últimos por las damas para lucir sus joyas y trajes, paseándose de uno a otro extremo del salón; y los caballeros para cambiar impresiones con sus relacionados y amigos pasando al Ambigú, espacio exclusivo para los hombres. También era utilizado el descanso por algún participante para ejecutar una pieza en el piano, recitar alguna poesía o pronunciar algún discurso.