Artidulo de Felipe Kenp

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¿A quién le importan dos o tres pesos?

Junto al yun-yun, el matiné de los domingos, la chula mía y el yogurt nocturno donde Henry “La
Boa”, después de una sesión de cine, el chele es ya una especie extinta, una memoria nostálgica que
retrotrae a este escribidor a esa época de su niñez durante la cual ir a la escuela con cinco centavos era
algo verdaderamente afortunado. Con diez cheles podía comprar no solo dulces, kepis o algún refresco,
sino un boleto para el matiné y, sobre todo, algún ejemplar de las series de historietas ilustradas que
constituyeron una de las delectaciones de mi infancia. La lectura de “Fantomas”, “Batman y Robin”,
“Archie”, “Tarzán de los monos” y también las breves biografías de “Vidas ilustres” no solo me ayudó a
sumergirme en mundos de fantasía, sino que también me hizo descubrir que el mundo era mucho más
amplio que los pequeños límites de mi provincia. Esos “paquitos”, como entonces llamábamos a esas
historias, crearon en mí la adicción a la lectura sin la cual no podría concebir mi vida.
El chele está tan arraigado en mi subconsciente que, frecuentemente, tiendo a confundirlo con
el peso, el cual, dada su frecuente escasez en las pulperías y hasta en los grandes centros comerciales,
está por convertirse también en una especie en peligro de extinción.
Y es que hay una irritante crisis de cambio en nuestro país.
Muchos negocios pequeños, y no tan pequeños, han resuelto esta crisis creando una moneda de
devuelto que ha sustituido al peso, el cual está desapareciendo hasta de los centros espiritistas en
nuestro país. Estoy seguro que mi lector conoce esa moneda cuando en algún centro comercial, al tener
que devolverle tres o cuatro pesos, la cajera, de manera automática, sin mirarle la cara, muy
naturalmente y a veces con un silencio parsimonioso, toma de un contenedor tres mentas y se las pone
el cliente en una de sus manos, debido a que las arcas del mall o supermercado no tienen pesos con que
devolverle el cambio exacto. Esta moneda, desde luego, tiene no solo un valor simbólico, sino ofensivo,
ya que el cliente no puede intercambiarla por dinero en efectivo.
Pero pensemos en la astronómica suma que le puede entrar a uno de estos centros comerciales
si fallaran a su favor diariamente con dos o tres pesos.
Porque en cantidades pequeñas el dinero no se siente.
No hay compañía que exonere a sus clientes de un par de pesos en el pago de sus facturas, ya
que eso implicaría para esa compañía la pérdida de miles de millones de pesos en sus ingresos.
Además de los grandes supermercados y centros comerciales, los transportistas de dos ruedas
(¡Válgame Dios! ¡Qué término tan orondo!), es decir, los motoconchistas, son otros que se están
beneficiando de la crisis de cambio, porque pagarle a uno de estos kamikazes urbanos con un billete de
cincuenta pesos es exponerse a perder el resto del devuelto.
La genialidad económica de Valdéz Albizu, quien con tanta frecuencia pontifica sobre nuestro
envidiable crecimiento económico, no ha encontrado la forma de resolver esta crisis que, ha de
suponerse, está beneficiando a los dueños de muchos negocios.
Nadie, incluyendo al flamante director del Banco Central, a quien, por su extraordinario
cacumen económico y financiero, ningún lambón, hasta ahora, ha propuesto para el Premio Nóbel de
Economía, nadie, repito, se ha puesto a hacer un cálculo de cuánto le entra a un negocio por fallar a su
favor diariamente con dos o tres pesos.

En un país centroamericano, cuyo nombre escapa ahora a mi memoria, y donde los centros
comerciales tampoco devolvían a la gente los centavos que les correspondían de cambio, una
legisladora introdujo un proyecto de ley, que fue aprobado, para obligar a todos los negocios a
devolverles a los clientes hasta el último centavo.
Recientemente experimenté esta enojosa falta de cambio cuando tuve que hacerme unos
análisis en el Laboratorio Clínico de Puerto Plata. Después de chequear mi seguro y decirme el
diferencial que debía desembolsar, procedí a pagarle a la empleada que me atendía. La empleada me
preguntó si tenía cuatro pesos para cuadrar la cuenta. Al decirle que no, me dijo, mientras anotaba la
sume en la factura que me entregó:
“Tiene que devolverme cuatro pesos cuando recoja sus resultados.”
Percibí en su cortesía comercial, pero en su rostro serio y despojado de sonrisa, la clara
advertencia de que si no traía los cuatro pesos no se me devolverían los resultados.
Al día siguiente, en la mañana, me presenté con mi factura a recoger los resultados. Me recibió
la misma empleada que me había atendido el día anterior. Me dijo que me sentara mientras imprimía
los resultados. Después de unos minutos de espera, me llamó. A través de la rendija en la base de
cristal detrás del cual se encontraba sentada, me pasó el sobre que contenía los resultados al tiempo
que yo le pasaba una moneda de cinco pesos. Durante varios segundos esperé el cambio de un peso
que tenía que devolverme, pero tal cantidad no se había registrado en su cerebro. Al ver su vacilación,
le pregunté:
“¿No eran cuatro pesos?”
Entonces se rio como sorprendida en su descuido, y mientras se llevaba una mano a la boca me
dijo:
“¡Ay, no tenemos pesos!”
Su rostro se ruborizó y me di cuenta de que reclamar mi cambio sería inútil. Me volteé
bruscamente y le di la espalda al tiempo que le decía:
“Olvídelo.”
Para el laboratorio, cuatro pesos era una suma que no debía condonarme. Pero mi devuelto de
un peso, por el contrario, era una bagatela que no debía tomarse en cuenta, y, como sucede casi
siempre en estos casos, el laboratorio resultó el ganador y yo, el cliente, el perdedor.
Por lo menos no me insultaron la inteligencia ofreciéndome una menta.