Los perros realengosFelipe Kemp

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Recuerdo aquella noche en Nueva York cuya fecha exacta se pierde en mi memoria. Era una
noche invernal, de esas en las que anochece prematuramente, y en las que soplan vientos helados. Un
hombre paseaba su perro por una de las calles del vecindario en el que yo vivía. De pronto, el canino se
inclinó hacia atrás y defecó sobre la limpia acera por donde caminaban él y su dueño. El hombre, muy
joven por su aspecto y contextura, extrajo de uno de sus bolsillos una pequeña funda y unos guantes
plásticos, se inclinó pacientemente en el área donde el animal había descargado sus intestinos y recogió
los desperdicios. La noche era profundamente oscura, como son las noches invernales en Nueva York, y
no había en toda el área ninguna autoridad que obligara al hombre a recoger el desecho que su animal
había dejado sobre el suelo. Aun así, lo hizo.
Entre nosotros, una acción como la anterior es impensable. En este país donde todo es al revés,
los vecinos, en casi todos los barrios de la ciudad, sacan sus perros, en la mañana o en la noche, para
que le hagan a cualquier vecino la gracia de defecar en el frente a su casa, para dejarle lo que los
norteamericanos llaman “the morning glory”, (el regalo mañanero), es decir, la pilita de materia fecal
con la que se encuentra el vecino al abrir la puerta de su casa.
Los perros realengos, como los ha bautizado la jerga popular, defecan abiertamente y sin
restricciones en cualquier calzada o lugar público, y sus desperdicios corporales han convertido algunas
áreas de la ciudad en verdaderas letrinas públicas. La acumulación de materia fecal en calles y aceras, a
hasta en el frente de negocios, es algo tan cotidiano en esta ciudad que ya ni se registra en la conciencia
del puertoplateño.
Además de merodear en fritangas, carnicerías, y en basureros públicos en busca de comida, los
perros callejeros cruzan despreocupadamente por calles de mucho tráfico, expuestos a ser
exterminados por el golpe mortal de un vehículo a alta velocidad y constituyéndose de esa manera en
un peligro para conductores. A veces permanecen casi sin moverse ente el avance amenazador del
vehículo que se abalanza sobre ellos, como si hubieran aprendido lo mismo de los muchos peatones que
cruzan las avenidas frente a carros a alta velocidad.
A los miembros del Ayuntamiento no parece avergonzarles el espectáculo bochornoso que
ofrecen los perros callejeros en algunas áreas de la ciudad. Los perros merodean en el Mercado Público,
en fritangas, carnicerías, o en lugares de expendio de comidas y no faltan algunos que se apelotonan
frecuentemente en esquinas y calzadas exhibiendo sus llagas o sus heridas sangrientas. Otros, para
diversión de espectadores, fornican abiertamente en público o andan hambrientos en manadas por
calles llenas de basura, o deambulan solitarios con apenas un aliento de vida en sus cuerpos maltratados
por la desnutrición y el abandono. Muchos de ellos mueren como mueren los excluidos de la fortuna: en
parajes inhóspitos ofreciendo el espectáculo nada agradable de sus cadáveres en descomposición.
Si algo ha resistido la prueba del tiempo en Puerto Plata es la existencia de las manadas de
perros callejeros. Gandi dijo una vez que una sociedad se caracteriza, entre otras cosas, por la forma en
la que trata a sus animales y a sus ancianos, y el abandono de los perros realengos es a veces
verdaderamente desgarrador. Famélicos, raquíticos, huesudos, con heridas y llagas en sus cuerpos y
con la mirada triste de los hambrientos, los perros callejeros no solo revelan la crueldad hacia los

animales que nos caracteriza como ciudad, sino también la falta de una verdadera política de
saneamiento público por parte del Ayuntamiento local.
No hay un animal más noble que el perro, cuya lealtad lo lleva a dar la vida por su dueño, si es
necesario, o a realizar verdaderos actos de heroísmo cuando la ocasión así lo requiere. El abandono en
el que existen muchos de ellos, así como los desperdicios que constantemente esparcen por ciertas
áreas de la ciudad, dicen más de nosotros que de ellos.
En los hoteles para turistas, con sus pisos pulidos por la limpieza constante, en los resorts, en los
campos de golf, con su césped cuidadosamente podado, el merodeo de perros fornicando o defecando
en los alrededores de esos lugares es algo que no se permitiría nunca. Pero se permite en las calles de la
ciudad.